Comprar comida en Venezuela es un trabajo de hormigas
La luz de retroceso de un camión que se estaciona frente a una bodega de un barrio de Caracas es el llamado para que muchos salgan de sus casas a formarse en fila a la puerta de la tienda aún sin importar con qué mercancías se abastecerá ese puesto de comida en Venezuela, un país que late al ritmo del «no hay».
Los economistas sostienen que en Venezuela, el país petrolero con las mayores reservas probadas de crudo en el mundo, es difícil determinar cuál es el nivel de escasez y desabastecimiento que ha permitido la formación de un mercado paralelo que se sirve de la crisis.
«Si tu sales a intentar comprar diez productos básicos, solo vas a encontrar dos o tres», explicó a EFE el analista económico Luis Oliveros para traducir el dato de 70 u 80 por ciento de escasez que estima actualmente en el país.
En la nación caribeña hay un segundo idioma a la hora de las compras, el del «bachaqueo», la forma en que los venezolanos llaman a los revendedores de alimentos -una alusión a una hormiga obrera que carga comida de un lado a otro-, artífices de un mercado negro mucho mejor abastecido que el formal.
En este nuevo mercado confluye el «bachaqueo», «el bachaquero», el oficio de «bachaquear» y lo que Corina Escobar, una ama de casa del interior del país, llama «precio de bachaquero», verbo y sustantivo de un lucrativo oficio fortalecido por la escasez venezolana.
De hecho Yuli, una manicurista de 24 años, no llegó hoy a su puesto de trabajo en un exclusivo centro comercial del este de Caracas porque anoche decidió con sus amigos del barrio que se irían en la madrugada a ponerse en espera en la puerta de un supermercado y comprar unos cuantos productos que pudieran «bachaquear».
Estuvo unas siete horas en la cola, pero cuando el camión de mercancía descargó los productos en la tienda fue una de las primeras en entrar, ese día solo llegó desodorante, champú y una crema de afeitar y, según las reglas, solo se venderían dos por persona.
Pero para Yuli eso es lo suficiente para vender un combo a un compañero de trabajo por 20.000 bolívares, diez veces más de lo que pagó en la tienda, una ganancia que equivale a lo que ganaría si en un día hubiera hecho unas 40 pedicuras.
Sin embargo, la morena, que se declara una experta para hacer negocios y que volverá esta noche a casa a dormir por un día entero para reponerse de la paliza que fue ponerse a las puertas del supermercado, no podrá volver a repetir la operación hasta el próximo viernes.
Es que ese es el único día de la semana que los comercios pueden vender productos regulados a las personas cuyo número de cédula termina en 0 y 9, porque el día lunes irán los que terminan en 1 y 2, el martes 3 y 4, los miércoles 5 y 6, y los jueves 7 y 8.
Mientras más grande es el comerció más grande es la cola de quienes se forman cada mañana en la puerta o de quienes incluso duermen desde la noche anterior para ser los primeros en entrar.
Una rutina que saca de sus oficinas a todo un día a la semana para poder comprar lo que ese día haya traído el camión.
En el caso de Richard Rodríguez, un motorista de 38 años, no es «tan rudo» porque a su esposa le toca los miércoles y a él los jueves, así que las compras pueden ser más completas.
«A veces va ella y lo que hay es pasta, y yo vuelvo al día siguiente a buscar algo más y lo que terminan vendiendo es pasta otra vez, un día la redondita y otro día la larga», cuenta el mototaxista para retratar esos días en los que tiene que convertirse en «bachaquero propio».
«Pues entonces comemos solo pasta, qué más se va a hacer», agrega.
Cada nuevo día vuelven los camiones que rugen en las calles llamando a una manada que vuelve a las puertas, o que ya está ahí desde el día anterior, esperando que descarguen las mercancías que los empleados no llegan ni siquiera a acomodar, porque a final de cuentas en pocas horas ya no quedará nada de esos preciados bienes en las tiendas.
Las personas entrarán como una ola barriendo con los productos subsidiados aún si no los necesitan, porque quizás algún vecino lo pueda intercambiar por algo más.
Quedan intactos los pasillos de productos importados o de lujo, que solo pueden pagar unos pocos venezolanos más adinerados a quienes el ruido del camión aún no ha llamado.