Opinion

Ibsen Martínez: Crónicas marxianas

Originalmente le fue encomendada su redacción a Friedrich Engels quien, cosa natural en él, hizo un buen trabajo.

Querían un texto para obreros casi iletrados: algo didáctico y sencillo. En consecuencia, Engels redactó la primera versión en forma de catecismo. Tenía venticinco preguntas, con sus respectivas respuestas: una prefiguración dogmática. La primera pregunta era, naturalmente, “¿Qué es el comunismo?” Marx halló tan ridículo el resultado que optó por escribirlo él mismo.

El Manifiesto, afirma Saul Padover, consumado biógrafo no marxista de Marx, añadió un elemento nuevo y funesto al movimiento revolucionario: la conjunción de dos ideas: lo irreconciliable y el odio de clases. Hasta aquel momento, los socialistas solían ser huevones, humanistas. Con el Manifiesto, Marx también declaraba la guerra a todas las formas moderadas y gradualistas de socialismo.

“Con el Manifiesto– añade Padover– Marx dotó a los comunistas de una argumentación contra el mundo civilizado”. Y ahora, un cuento que protagonizan mi difunto viejo y el Manifiesto.

Ocurrió en los llanos orientales venezolanos, en la refinería de parafina de San Roque que todavía está allí. Muy cerca corría un oleoducto. Corrían también los años sesenta del siglo pasado.

Mi viejo era empleado administrativo del campamento y, en general, tenía mala opinión de los gringos. También de los comunistas que, por entonces, intentaban repetir en Venezuela, sin éxito alguno, igual que en otros de nuestros países, la aventura guerrillera de la Sierra Maestra.

Muchos jóvenes universitarios de todo el país se unían las células armadas con más estruendo que victorias militares. Menudeaban actos violentos, llamados “ de propaganda armada”.

De los comunistas venezolanos pensaba mi viejo que no llegarían a nada por culpa del espíritu nacional: la improvisación, la mamadera de gallo, la disparatada “piratería”, característica de nuestros compatriotas. Comparados con el Viet Cong – al que sí respetaba– , los comunistas criollos eran para él unos chambones vociferantes. De los gringos repetía algo que atribuía, con razón o sin ella, a Ortega y Gassett: “Sólo son bárbaros con técnica”.

Mi viejo tenía la única biblioteca del campamento. A la hora del almuerzo, papá solía apartarse de todos y, ostensiblemente, masticaba su sánduche de atún leyendo algo de Bertrand Russell, a quien admiraba sin reservas.

En una ocasión, al suscitarse una conversación con unos gringos sobre la guerra de Vietnam, o las guerrillas locales estimuladas por Cuba ; en fin, sobre la “amenaza roja”, a papá le dio por escandalizar a los bonachones geólogos venidos de Oklahoma soltando el russelliano “better red than dead”: “Mejor rojos que muertos”

Una madrugada ocurrió una tragedia. Unos chicos, ¿de la Universidad de Oriente?, quisieron hacer volar con dinamita una sección del oleoducto en funcionamiento. Lo hicieron con tal desmaña que uno de ellos solo consiguió morir abrasado por una infernal ola de crudo inflamado, una bocanada de gas incandescente. El suceso consternó a todos en el campamento.

Muy preocupado, míster Huddleston, jefe del campo, vino una noche a hablar con papá. Lo encontró leyendo en el porche.

— Hey, míster Martínez – le preguntó sin rodeos–,¿tendrá usted entre sus libros el “Manifiesto Comunista”?

—Seguro, creo que tengo un ejemplar. Si quiere se lo presto.

— No; no es necesario. ¿Lo ha leído usted?

— Alguna vez. Pero hace muchos años.

— Entonces tal vez pueda responder a una pregunta.

— A ver.

— Según ese manifiesto, ¿qué viene después de la voladura de oleductos?

Papá meditó su respuesta. Al cabo, le dijo:

— En algunos países les da por matar gringos ignorantes. Pero no se preocupe; los comunistas de por aquí son todos unos charlatanes amateurs. Usted no tiene nada que temer.