Cuando el hambre toca la puerta de tu casa
Elsa cumple 40 años viviendo en el mismo apartamento, en Parque Central. Lo compró en 1976, con un crédito a 30 años que obtuvo con su sueldo como secretaria. En ese momento vivía una época de transición: sin haber terminado su carrera de Estudios Políticos en la Universidad Central de Venezuela, decidió entrompar a la vida y trabajar a tiempo completo mientras encontraba su vocación: el Derecho.
De su título de abogado también se derivó la pasión que ha conducido sus últimas tres décadas: enseñar. Como profesora universitaria, ha formado a tres generaciones de profesionales de las leyes, que incluyen legisladores, representantes de firmas, fiscales, jueces y hasta magistrados del Tribunal Supremo de Justicia. En paralelo, dedicó 28 años a la administración pública. En Inparques, creó los campamentos vacacionales en los Parques Nacionales y fue factor clave para encarrilar múltiples programas de reforestación que hacen más verde a El Ávila en estos días.
Cuando la vi, el fin de semana, no la reconocí. En mi mente está en sus 30, una mujer menuda pero fuerte. A sus casi 70, sus huesos se marcan contra la piel, sus ojos saltan de su rostro. En casa, un hijo, su pareja y dos nietos, siguen esperando que ella compre y cocine. La segunda parte siempre la ha disfrutado. La primera es un karma. Un día, me contó, se levantó a las 4 de la mañana para hacer la cola del pollo en el ahora cerrado -por remodelación- Bicentenario del macrocomplejo residencial. No fue sino hasta mediodía que salió con el ave en la mano. La historia se repite con diferentes productos en diferentes locaciones: caraotas, carne mechada -o molida, su favorita-, y hasta pasta en mercales, mercados populares y supermercados.
Sus nietos no saborean sus pabellones, ni sus caraotas. Pero ellos son los primeros que prueban lo que puede salir de su cocina. Siempre ha sido de picar, pero hoy no tiene tiempo para eso. Lo invierte en colas. ¿El café de la tarde en la panadería? Su nuevo precio hizo que lo dejara atrás. Cada vez que me llama, pregunta por lo que no consigue: leche, harina de maíz, azúcar. Y café. Porque ella no puede vivir sin su cafecito mañanero, aunque ya no lo pueda pagar a 20 metros de su casa.
Aún me corren las lágrimas por el rostro cuando veo la foto que acompaña estas líneas. Con la boca pintada y en chaqueta, porque es una mujer digna, me dijo. Lo es. Pero no importa el esfuerzo que haga, no la está pasando bien. Elsa ha trabajado los últimos 53 años de su vida y no puede retirarse con dignidad porque su sueldo de profesor universitario, su pensión, y lo que le aportan sus hijos no es suficiente. Porque le falta el bono alimentación que aprobó la Asamblea Nacional, pero que el presidente negó alegando falta de recursos mientras montaba una millonaria cumbre en Margarita. Porque salir de San José de Guaribe a Caracas, hacerse profesional, tener una familia y mantener un trabajo por todo este tiempo no es suficiente para pasar los últimos años de la vida en paz.
A pesar de mi ayuda, no puedo contener las lágrimas. Elsa es mi mamá.