Opinion

.

Por: Leonardo Padrón

Ya el régimen de Nicolás Maduro se quedó sin un solo argumento de barniz democrático. Ahora viene la última etapa. La que no necesita razones ni pretextos. Eso que podríamos llamar el desenfado de las dictaduras. El imperio del porque me da la gana. Uno de los rubros más notables en ese sentido es la forma cómo esta ruindad que nos gobierna reprime a líderes y ciudadanos opositores. Allí no ha habido escrúpulo alguno. Cárcel es la amenaza favorita en el verbo de Maduro. Sebin es una de las palabras más usadas por Diosdado Cabello en su siniestro programa de televisión. A cada tanto invoca las siglas que distinguen al organismo represor del gobierno con tono de ladrido y castigo. Blande la palabra como si fuera una espada, una daga, una sentencia. Ese es su verdadero mazo.

En estos días he estado leyendo “Archipiélago Gulag”, el monumental texto de Alexander Solzhenistsyn, un documento altamente perturbador sobre el horror vivido por millones de personas en los campos de trabajo forzado que organizó el bueno de Stalin, ese discípulo del diablo que a veces cita Maduro en sus peroratas.  En el primer capítulo, titulado El Arresto, evoca el momento que le cambia la vida a tantas personas bajo un regimen autoritario: “El arresto es un fogonazo cegador, un golpe que desplaza el presente convirtiéndolo en pasado”. Páginas más adelante agrega una reflexión medular: “Durante varias décadas, en nuestro país, las detenciones políticas se distinguieron precisamente por el hecho de que se detenía a gente que no era culpable de nada y que por lo tanto no estaba preparada para oponer resistencia. Se había creado una sensación general de fatalidad”. Esa fatalidad fue creando en el pueblo ruso un estado de indefensión y resignación. Solzhenistsyn discurre sobre cómo la sumisión terminó atrofiando el cerebro de millones de ciudadanos. Fatalidad y sumisión son dos términos que debemos combatir en el presente venezolano.

Por eso creo que a propósito de la liberación de 7 presos políticos en el despertar del 2017, vale la pena insistir en que el gesto es insuficiente, avieso y cínico. Inquieta que ciertos organismos como la Unión Europea y otras instancias internacionales “celebren” la liberación de esa minúscula, pírrica, insignificante cantidad de presos. Algunos de ellos, sin duda, enmarcados en negociaciones de trastienda. Alfredo Romero, director ejecutivo del Foro Penal Venezolano, colocó el evento en la perspectiva adecuada. Lo ha denominado el ‘efecto puerta giratoria’. Maduro libera por un lado a unos cuantos nombres y, por el otro, sus cancerberos encarcelan a más gente. Casi siempre son más los que arroja a un calabozo que los que suelta. Por lo tanto, es un gesto falso. Una estafa. Romero precisa: “Mientras en octubre liberaron a 2 personas, 15 nuevos presos fueron encarcelados (…)En el 2016 fueron liberados 43 presos políticos, pero a la vez fueron encarcelados 55”. En síntesis, el promedio mensual de presos políticos nunca baja de 100. La cantidad de rehenes con los que el régimen chantajea a la oposición sigue siendo inmensa y nada nos hace dudar que vaya a seguir creciendo. Las matemáticas nos hacen concluir que ni una sola de las liberaciones debe ser tomada como un genuino gesto de rectificación o voluntad de diálogo.

Pero hay cifras que asustan y duelen aún más a los ciudadanos de este malogrado país.  Según el Observatorio Venezolano de Violencia se registraron 28.479 muertes violentas en el pasado 2016. Es una cifra escandalosa. Son 28.479 venezolanos, con nombre y apellido, con un proyecto de vida,  que ahora están bajo tierra y cuyas familias quedaron marcadas por la tragedia. Una cifra que Nicolás Maduro nunca mencionará. Que ni siquiera parece alarmarlo, conmoverlo, avergonzarlo. Una cifra que nos coloca en un muy bochornoso segundo lugar en la lista de los países con mayor violencia letal en el mundo.  Solo en Caracas se habla de 5.741 muertes de tal tenor, convirtiendo al 2016 en el año más violento de la década.

El dato donde la vergüenza se incrementa, donde todas las alarmas deberían encenderse, es ese donde la OVV indica que la violencia nacional se ha incrementado por una razón tan terrible como inédita: los delitos vinculados al hambre. Hoy por hoy, en Venezuela se roba, se saquea, se asesina, se decapita, se masacra, entre otras turbias razones, por la epidemia que hay en todo el país de estómagos vacíos, familias desnutridas y niños sin un breve vaso de leche o un mordisco de arepa en sus platos. La desesperación ha borrado la frontera de lo permisible. Ya no somos un país de ciudadanos, sino de supervivientes. Y cuando los seres humanos andan en estado de supervivencia los códigos de vida se vuelven inescrupulosos, laxos, anárquicos, violentos. Muy violentos.

Podríamos seguir borroneando cifras de estupor. Los 10.500 niños que murieron en nuestros hospitales el año pasado.  La caída del casi 50% de las reservas internacionales. Las espantosas cifras de la inflación. Las del abismo económico. Las de venezolanos que huyen despavoridos del país. Las de los millones y millones de dólares robados a las arcas del país por los círculos del poder chavista.

Mientras estas cifras se incrementan, el tan prometido Hombre Nuevo de la revolución bonita se muere de hambre y se llena de violencia. Ese mismo Hombre Nuevo que conceptualizó el Che Guevara como indispensable para la construcción del comunismo y que invoca Nicolás Maduro en todos sus discursos. El mismo que toda revolución anuncia en su promesa de paraíso terrenal. Otra estafa más. Una de tantas. El hombre nuevo, vaya ironía, es un hombre famélico, corrupto, desesperado, dispuesto a trasponer su moral para sobrevivir en la jungla socialista donde el hongo de la ideología y la ineptitud lo carcome todo. El hombre nuevo tiene la boina roja y la mirada hueca de tanto esperar un cielo que nunca llega. El hombre nuevo se envilece ante la devastación de las leyes del mercado. El hombre nuevo mata para vivir. El hombre nuevo es una de las tristezas más viejas en la historia del comunismo. Y hoy Venezuela escribe su propio capítulo en ese absurdo y trasnochado libro. Un capítulo de cifras rojas y vergonzosas.

Termino con una frase de Solzhenitsyn: ”Para nosotros, en Rusia, el comunismo es un perro muerto, mientras que, para muchas personas en Occidente, sigue siendo un león que vive”. Un león anacrónico y asesino de las libertades individuales. Un león que, nosotros también, tenemos la obligación de convertir en un perro muerto.