Víctor Rivera, un panadero desempleado de 36 años, dejó en agosto su ciudad natal en el norte de Venezuela e hizo un viaje de dos días por carretera a la remota ciudad amazónica de Boa Vista, en Brasil.
Por Anthony Boadle / Reuters
Aunque el trabajo es escaso en la ciudad de 300.000 habitantes, las modestas perspectivas en Boa Vista atraen más a Rivera que la vida en su país, donde sus seis hijos a menudo pasan hambre y los estantes de las tiendas de provisiones están cada vez más vacíos.
“No veo futuro en Venezuela”, dijo Rivera, quien busca trabajos ocasionales en los semáforos en la pequeña capital estatal, situada a poco más de 200 kilómetros de la frontera de Brasil con el país andino.
Naciones de América Latina y otros continentes han recibido un número creciente de venezolanos que huyen de las dificultades económicas, el crimen y de lo que los críticos consideran un gobierno cada vez más autoritario.
El país que alguna vez fue próspero, sede de las reservas probadas de petróleo más grandes del mundo, lucha con una profunda recesión, un desempleo generalizado, escasez crónica e inflación, que el Congreso liderado por la oposición dijo que pronto podría superar el 2.000 por ciento.
Al menos 125 personas murieron este año en medio de enfrentamientos entre oponentes del Gobierno, simpatizantes y policías.
A medida que las condiciones empeoran, ciudades como Boa Vista afrontan una de las mayores migraciones en la historia reciente de América Latina. Con una infraestructura, servicios sociales y puestos de trabajo insuficientes para ese volumen de inmigrantes, las autoridades temen una crisis humanitaria.
En Roraima, el estado rural del cual Boa Vista es la capital, el gobernador decretó la semana pasada una “emergencia social”, poniendo a los servicios locales en alerta ante las crecientes demandas de salud y seguridad.
“Los refugios están llenos hasta el límite”, dijo George Okoth-Obbo, Alto Comisionado Auxiliar para las Operaciones del ACNUR (Alto Comisionado de la ONU para los Refugiados) tras una visita al lugar. “Es una situación muy difícil”, agregó al mencionar los cientos de miles de inmigrantes que están llegando a Trinidad.
Ni siquiera el Gobierno de Venezuela sabe con certeza cuántos de sus 30 millones de habitantes han emigrado en los últimos años. Algunos sociólogos estiman que la cifra llega a los 2 millones, aunque el gobierno izquierdista del presidente Nicolás Maduro cuestiona esa cifra.
BRASIL “NO ESTÁ LISTO”
A diferencia de quienes dejaron Venezuela en una migración previa, cuando gran cantidad de profesionales se fueron a mercados en los que había una fuerte demanda para sus servicios, muchos de los que se van ahora tienen pocas habilidades o recursos.
Al migrar, entonces, exportan algunos de los problemas sociales que Venezuela ha tenido dificultades para enfrentar.
“Se van por problemas económicos, de salud y de seguridad pública, pero ejercen mucha presión sobre los países que tienen sus propias dificultades”, dijo Mauricio Santoro, politólogo de la Universidad Estatal de Río de Janeiro.
Unos 40.000 venezolanos llegaron a Brasil, dijo Okoth-Obbo. Algo más de la mitad de ellos ha solicitado asilo, un proceso burocrático que puede llevar dos años. La solicitud les otorga el derecho a permanecer en el país mientras se revisa su pedido, y les da acceso a salud, educación y otros servicios sociales.
Algunos inmigrantes en Boa Vista están encontrando formas de salir adelante, quedándose en los pocos refugios que las autoridades han proporcionado, como un gimnasio local. Otros vagan sin hogar, algunos recurren a la delincuencia, a la prostitución, y suman nuevos problemas a los desafíos sociales.
“Tenemos un problema muy grave que solo empeorará”, dijo la alcaldesa de Boa Vista, Teresa Surita, quien agregó que las calles de la ciudad, que solían ser tranquilas, ahora están cada vez más llenas de venezolanos pobres.
La mayoría de los inmigrantes en Boa Vista llegan por tierra. Si lo hacen en transporte público, en la ciudad venezolana fronteriza de Santa Elena, ingresan al país a pie y luego toman buses o viajan a dedo más hacia el sur, a Boa Vista.
El puesto fronterizo, que solamente cuenta con personal durante el día, permite que hasta 400 inmigrantes ingresen diariamente, según las autoridades. Para un estado que tiene la población más baja y la economía más pequeña de Brasil, la afluencia no es poca.
“El gobierno de Brasil no está listo para lo que viene”, dijo Jesús López de Bobadilla, un sacerdote católico que dirige un centro de refugiados en la frontera en el que se sirve desayuno de frutas, café y pan a cientos de venezolanos.
A pesar de una larga historia de inmigración, Brasil ha tenido dificultades esta década para dar cabida a los solicitantes de asilo de naciones como Haití y Siria. Si bien el país más grande de América Latina ha otorgado asilo a más de 2.700 sirios, los refugiados han recibido escaso apoyo del gobierno incluso en Sao Paulo, el estado más rico.
Un funcionario de alto rango del Ministerio de Relaciones Exteriores de Brasil, que pidió permanecer en el anonimato, dijo que el país no cerrará sus fronteras. Okoth-Obbo señaló que su agencia de la ONU y el gobierno federal están discutiendo formas de trasladar a los refugiados a ciudades más grandes.
“AHORA PUEDO DORMIR”
Las escuelas de Boa Vista han admitido a aproximadamente 1.000 niños venezolanos. El hospital local no tiene camas debido a la mayor demanda de atención.
En julio, un niño venezolano de 10 años murió de difteria, una enfermedad ausente de Roraima durante años. Giuliana Castro, la secretaria de Estado para la seguridad pública, dijo que tratar a los inmigrantes enfermos es difícil porque carecen de estabilidad, como una dirección fija.
“Aquí hay un riesgo de crisis humanitaria”, señaló.
La mayoría de los llegados a Boa Vista dijeron que no tienen la intención de regresar a Venezuela, a menos que las condiciones mejoren.
Carolina Coronada, que trabajaba como contadora en la ciudad de Maracay, a una hora y media de la capital, llegó a Brasil hace un año con su hija de 7 años. Ha solicitado la residencia y trabaja en un restaurante de comida rápida.
Aunque gana menos que antes y dice que sus ingresos son menores a los de los brasileños en el restaurante, es más feliz.
“No había leche ni vacunas”, dijo. “Ahora puedo dormir por la noche, sin preocuparme por ser asaltada”.