El semiólogo salvaje. Roland Barthes y la semiología
Al inicio del libro, El semiólogo salvaje. Roland Barthes y la semiología, Rafael Castillo Zapata afirma que la obra de Barthes: “muestra (…) de manera radical, exhibicionista, si se quiere, el funcionamiento al descubierto de la maquinaria deseante que anima su escritura: en ninguna otra la verdad del deseo impregna de manera tan arrolladora la materia y la sustancia que la constituye” (1). Creo que este comienzo habla no solo de la obra de Barthes, habla también del trabajo de lectura e interpretación que realiza Castillo Zapata, del modo como elabora ese sinuoso camino que es el ensayo sobre Barthes, un recorrido detallado en el que se entremezclan fragmentos de obras y momentos de vida que convierten este libro en una travesía. Porque el Barthes de Castillo Zapata, la reconfiguración de esa compleja y particular aventura intelectual que con delicadeza elabora es, como él mismo afirma, un sujeto “que se encuentra cifrado en la sustancia inabordable de la fantasía” (2), al que se accede siempre difícilmente en una suerte de “persecución inalcanzable” y acerca del cual nada puede ser anticipado ni precedido, no hay forma posible de preparar el modo particular de su advenimiento.
A lo mejor he comprendido mal este hermoso ensayo, a lo mejor solo me he hecho eco del ejercicio que Rafael Castillo Zapata propone como lectura y, dejándome llevar, he leído lo que “deseaba” leer. Aun siendo así, diría que el “objeto fantásmatico” de este texto, el motivo de esta máquina deseante, simultáneamente su propósito y su búsqueda, es la de mostrar, evidenciar, que la semiología bartheana es una empresa libertaria –emancipadora– tanto con respecto a los discursos científicos e ideológicos como con respecto a la tiranía de los signos; una empresa que, por ello mismo, posee un indudable sustrato político y ético, y que además excede en mucho lo que sería su delimitación epistemológica como una ciencia que estudia los signos y los procesos comunicativos, que sistematiza su lectura, comprensión e interpretación. Justamente porque el trabajo de Barthes, y la lectura de Castillo Zapata, desborda lo disciplinar hacia lo socio-político, este libro tiene la virtud –la magia– de narrarnos, de contarnos, de invitarnos a transitar esa aventura intelectual utópica que lleva a Barthes a elaborar una “ciencia” variable y oscilante, imposible de clasificar. En efecto, pareciera al leer el ensayo de Castillo Zapata, que emprendemos un viaje por la “vida” espiritual –especulativa– de Barthes, cuyo itinerario son las distintas obras, los diversos trabajos, en los que esa tarea se concreta, se disemina y también se desdice.
Una empresa libertaria –emancipadora– porque, como Castillo Zapata logra mostrarlo, al interior de esa particular semiología que se nutre de diversos discursos y planteamientos teóricos (psicoanálisis, gramatología, marxismo, existencialismo), y que en su travesía se recompone y desvía constantemente, se elabora un saber sobre la “condición humana”, sobre la “fatalidad de la significación”, lo llama Castillo Zapata, quizás podríamos radicalizar un poco y decir un saber sobre la “facticidad de la significación” (3). Un saber acerca de ese modo de ser del hombre (siempre fallido y precario) que lo obliga, lo urge y lo condena a otorgar, entregar, donar o encontrar continuamente sentido en el mundo como condición para poder ser, afirmando que ser es decirse significativamente en las cosas del mundo.
Castillo Zapata lo explica, nos dice: “La semiología no es otra cosa, para él, que la investigación atenta y detallada de esa fatalidad de la significación; fatalidad que, por otro lado, es enteramente histórica, es decir, una fatalidad que puede y debe develarse en su funcionamiento y su mutación a lo largo del tiempo de una cultura. Procedimiento fatal, la significación no tiene, entonces, nada de fatídico, nada de inefable; y se trata precisamente de explorar las razones de su imponencia y los modos como se realiza y se manifiesta” (4). Barthes explora las operaciones de producción de sentido, esos mecanismos que “hacen” del hombre y del mundo entidades relaciones y modales, tejidos o tramas de orientaciones y significados, creo que lo hace con la sospecha de que el mundo –las cosas, los valores e ideas– no es “algo” distinto de las redes de significación que lo convocan y lo disponen. Sea que el mundo exista como realidad objetiva o no, sea que posea un “decir mudo” o que ese tejido de significaciones sea una imposición humana, lo cierto es que la “fábula semántica” es imprescindible para la vida, para el hacerse ser del hombre.
La semiología Bartheana aparece, entre las páginas de este ensayo de Castillo Zapata, como una empresa libertaria –emancipadora– porque indagar en torno a esta “fatalidad de la significación”, a esta condición humana ineludible, implica preocuparse por el “uso” –el gusto y el gasto– de la significación, así como por el espectáculo que se genera a partir de la representación social del sentido, y no solo por los mecanismos de su producción; involucra examinar los dispositivos de “naturalización” de ideas y valores a partir de los que se imponen las construcciones ideológicas: esas “mitologías” tratadas en el texto que hacen que lo “constituido” (artificioso) se imponga como “naturaleza”, que lo elaborado se muestre como espontáneo, y que lo histórico se proponga eterno y necesario. La semiología en el hacer de Barthes se convierte en crítica ideológica y, con ello, desea poder subvertir, modificar o, al menos, desfondar algunos de esos mecanismos mitológicos, algunas de esas operaciones ocultas con las que la cultura se estabiliza y legitima, se perpetúa.
Pensada así, la semiología bartheana aparece como una especie de empresa “ontológico-política” que, por su misma condición limítrofe, por su impotencia sustancial, está siempre atendiendo, como dice Rafael: “hacia sus límites, mostrando los desfiladeros y los abismos teóricos a los que puede conducir, proponiendo, ante la previsible amenaza de la consolidación arrogante de una semiología segura de sí misma, los horizontes de su deconstrucción interminable” (5). Creo que aquí, en el hecho de que nos muestra –nos evidencia– un discurso creador y siempre inaugural, que se desarma y se rearma constantemente, que se hace uno con sus impotencias y fracasos, es donde encuentra este libro su riqueza, su vigencia y es donde encontramos, como lectores, confirmadas nuestras sospechas y deseos.
Como una figura de esa potencia de subversión que engrana en esta semiología, y que es pensada como un hacer que “consistiría no en destruir sino en desviar, no en hacer explotar el significado sino en burlarlo (…)” (6), Castillo Zapata nos describe cómo Barthes encuentra en una exterioridad (en una cultura que le es absolutamente ajena, incomprensible), en Japón, un posibilidad –o un modelo– de una construcción cultural que se deshace de las mitologías. Encuentra en Japón, en aquello cuyas significaciones y sentidos se le escapan constantemente, “la experiencia de una cultura donde la significación parece haber alcanzado precisamente ese estado intermedio, de indecisión, de exención constante del sentido, esa suspensión, en fin, que Brecht proponía en su teatro y que ninguna sociedad occidental habría podido conquistar” (7).
Por último, como todos los libros de Rafael Castillo Zapata, en estas páginas asistimos también al enamoramiento con la escritura, a la pasión por la palabra, por sus inflexiones y derivas, por sus destellos reflexivos y sus cadencias, por sus derivaciones. Porque más allá de Barthes y la semiología, más allá de los análisis teóricos y críticos, en este ensayo hay un decir sobre el lenguaje y su enigma, que se encuentra en esa peculiar poiesis semántica que caracteriza los textos de Castillo Zapata, una poiesis semántica que no está únicamente guiada por la significación o el sentido, sino en la que el “canto” mismo del lenguaje, su voz y sus silencios, están siempre también incorporados –hechos cuerpo, hechos presencia–. En efecto, es el decir de Castillo Zapata, que convierte al lenguaje en un hacer que escapa, que elude, las determinaciones, las definiciones. Un hacer entusiasta y apasionado que transforma los signos en entidades vitales y convierte las palabras en “existencias”. Porque los mismos dos valores que Castillo Zapata descubre en Barthes se agitan en sus textos, por una parte, “el reconocimiento del carácter placentero del trabajo (…), la idea de que la develación de la mentira –de la injusticia, de la opresión, de la discriminación– no tiene por qué ser una tarea severa, solemne o vengativa, discursivamente pegajosa o enfática” (8), por la otra, que la crítica de los discursos se puede hacer “con las armas que ese mismo discurso propone, enfrentándolo tangencialmente y desde su propio interior, sin oponerle la forma apabullante de una réplica totalitaria…” (9).
Sandra Pinardi
Marzo 2018