El derecho del pueblo a tumbar a un tirano
La primera obligación de un ciudadano de bien es respetar la ley. La democracia se sostiene por cuenta de la observancia de las normas que inspiran la República. Pero antes que el mismo pueblo, el Estado, representado por sus funcionarios y dirigentes, es por excelencia el llamado a honrar esos mandatos jurídicos, que se erigen como el sustento mismo de la institucionalidad. En consecuencia, cuando el desconocimiento de la Constitución deviene del propio Gobierno, la sociedad queda habilitada para hacer lo que sea menester, con el único propósito de que la democracia retorne a sus fueros legales. Cuando es el ciudadano el que soslaya el derecho, le corresponde entonces al Estado ejercer la acción punitiva. Se trata, pues, de un mecanismo que equilibra las cargas y que, desde tiempos inmemoriales, ha hecho parte integral de manera expresa o tácita de diferentes cartas políticas. El verdadero sistema de pesos y contrapesos se da entre el pueblo y el Estado.
Ahora bien: no cualquier pretensión popular es válida para defenestrar al gobernante de turno. Se requiere que quien ostenta el poder funja de opresor (con todo lo que ello implica), al tiempo que quienes buscan derrocar a aquel tengan como guía y finalidad la aplicación de la normatividad vigente y no la imposición de un régimen más nefasto que el que pretenden descabezar. En un análisis como el planteado aquí, la “revolución” propuesta por la guerrilla con la que han justificado la lucha armada no tiene cabida, porque la forma de gobierno y sociedad que ha promovido históricamente la izquierda radical es ciertamente la peor de todas: el uso de la fuerza para aniquilar conciencias y la repartición equitativa de la pobreza. En otras palabras: el interés que promueva una revuelta debe estar sustentado en el bien común y no en cálculos politiqueros y excluyentes que busquen imponer ideologías fracasadas y putrefactas como las que enarbola el comunismo.
En la Carta Política colombiana, por ejemplo, el único tipo penal elevado a nivel constitucional es el delito político. El espíritu de esa norma es claro: el pueblo, ante los embates de una dictadura, está perfectamente habilitado para combatirla, implementando, como vehículo para tal fin, la rebelión, la sedición o la asonada, sin que a futuro haya consecuencia legales, porque se trata de actuaciones que pueden ser susceptibles de indulto o amnistía. Hay que decirlo: en Colombia no padecemos una tiranía, pero el modo de combatirla está avalado por nuestra constitución, en caso de que algún día se cierna sobre la Patria tamaña maldición. Detrás de la segunda enmienda de la Constitución de los EE.UU, se observa algo parecido: los norteamericanos tienen derecho a portar armas, para defender, de ser necesario, la democracia y su propia libertad ante agresiones internas o externas.
El artículo 350 de la Constitución Bolivariana reza lo siguiente: “El pueblo de Venezuela, fiel a su tradición republicana, a su lucha por la independencia, la paz y la libertad, desconocerá cualquier régimen, legislación o autoridad que contraríe los valores, principios y garantías democráticos o menoscabe los derechos humanos”. Nicolás Maduro, además de ser un dictador, un sátrapa y un tirano, es un genocida y merece pagar con su propia sangre todo el daño que ha causado. Las balas opresoras no se repelen con marchas, violines o piedras. Para el terrorismo de Estado, están las armas del pueblo. Como bien lo dijo el gran Thomas Jefersson: “El árbol de la libertad debe ser regado con la sangre de los patriotas y de los tiranos”.