Cúcuta: ¿Cómo se sobrevive a las puertas del infierno de Venezuela?
“Bienvenidos a Colombia” se lee apenas en un cartel gastado a pocos metros por encima del puente internacional Simón Bolívar, que une de un extremo a Cúcuta, en el país cafetero, con San Antonio del Táchira, en Venezuela.
La pequeña ciudad colombiana, de poco más de 800 mil habitantes, se ha convertido desde el inicio de la grave crisis económica y social de Venezuela –que estalló durante el gobierno de Nicolás Maduro– en el primer punto de acogida para los venezolanos que abandonan el país.
Un informe de septiembre de este año de la oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR) asegura que entre enero y julio de 2017 se han registrado alrededor de 39 mil solicitudes de asilo de venezolanos alrededor del mundo. En todo 2016 se registraron 34 mil.
Los principales destinos son Brasil, Costa Rica, México, Perú, España y Estados Unidos de América.
A pesar de los esfuerzos de los países que acogen a los migrantes, continúa ACNUR, hay mucho por hacer en materia de seguridad, especialmente en casos de violencia sexual y explotación.
Una de las zonas de Cúcuta en la que es más sensible el drama de los venezolanos migrantes es el barrio La Parada, vecino al puente Simón Bolívar.
En ese sector se encuentra la parroquia San Pedro Apóstol, donde la Diócesis de Cúcuta ha habilitado la Casa de Paso “Divina Providencia”, para atender con alimentos a los migrantes.
El trabajo ahí empezó hace siete meses, explica el P. Hugo Suárez Moreno, párroco de San Pedro Apóstol. Al comienzo se daba un almuerzo mensual pero a los tres meses se comenzó a dar una ración diaria.
Julio de 2017 fue quizás el mes más complicado, porque mucha gente salió de Venezuela en medio de la incertidumbre y los enfrentamientos previos a la votación para elegir a los miembros de la Asamblea Constituyente.
En esos días, recuerda el sacerdote, “llegamos a atender unos 2 mil 300 diarios, pero hoy esperamos 800 personas”.
El 30 de julio se eligieron a los representantes de la Asamblea Constituyente de Venezuela, convocada por el Presidente Nicolás Maduro. Este nuevo organismo está encargado de crear una nueva Constitución, que reemplazará la de 1999 que promovió el fallecido Hugo Chávez.
La Constituyente sustituyó también la Asamblea Nacional, el órgano legislativo venezolano, de mayoría opositora al régimen de Maduro.
A pesar de la crisis migratoria, para el P. Suárez Moreno la expectativa “es de esperanza” y de desear “lo mejor para Venezuela”.
“Como Iglesia oramos todos los días porque Venezuela cambie, porque llegue la paz, la reconciliación”, asegura, y para que “las personas no tengan que huir de su país”.
La casa da prioridad en el almuerzo a niños con sus madres, ancianos y madres gestantes. Luego entran los hombres.
“Comenzar de cero” lejos de la patria
La Casa de Paso “Divina Providencia” ha sido el primer lugar en acoger a José Manuel tras emprender un viaje de 9 horas desde Barquisimeto, en Venezuela.
“La situación allá es muy difícil”, dice, y advierte que “todo se ha convertido en mafia”.
Mantener un trabajo, explica “es demasiado complicado” y “lo que te paga el gobierno no te alcanza para nada”.
A José Manuel lo presionaron para abandonar su trabajo “cuando se enteraron que yo no estaba con el proceso político”. Aun con el dinero en la mano, adquirir los alimentos y productos necesarios para el hogar es muy difícil.
“Todo se ha convertido en algo que llaman ‘bachaqueo’, que son las mafias que se concentran cuando llegan los productos regulados. Ellos son los que los compran, en complicidad con los mismos comerciantes, y los venden cinco veces más de lo que alcanza el sueldo”.
A eso se suma la permanente violencia que viven los venezolanos, promovida, entre otros por los “colectivos”, que “son armados por el mismo gobierno y son los que siembran terror”.
“Aparte de eso, no puedes estar tranquilo en ninguna parte, porque en cualquier momento te roban o te matan, por un teléfono o porque les da la gana”.
Carlos tenía un negocio turístico y de eventos en la Isla de Margarita –conocida como “La Perla del Caribe”– en el norte de Venezuela. Dos meses atrás, vendió sus cosas y partió hacia Colombia, con la esperanza de levantar una empresa similar.
“Comenzar desde cero como si estuviera empezando no es fácil. Venir de la Isla de Margarita a Cúcuta por un plato de comida, no, no es fácil”, dice, entre lágrimas.
“No quiero saber nada de Venezuela hasta que no se nombre la palabra ‘chavismo’”, asegura.
“¿Por qué no dicen la realidad: que en Cumaná regalan a los niños por no tener comida? ¿Tú crees que allá se puede vivir? No creo”.
Con todo el sufrimiento, Carlos está muy agradecido con el pueblo colombiano “por atenderme” y brindarle “los mejores servicios, porque no me puedo quejar”.
Sin embargo, hay quien ha sufrido el rechazo en Colombia.
Alexander, de trabajo en trabajo y de limosna en limosna, junta lo que pueda para costear su pasaje de retorno a Puerto La Cruz, a cinco horas al este de Caracas.
Su hija tiene leucemia “y no tengo cómo operarla”. “Soy licenciado en medicina y en mi tierra metí papeles en cinco clínicas y en cinco hospitales. Y en los cinco me dijeron que no porque no voté por la Constituyente”, recuerda.
“Me han humillado aquí en Colombia”, asegura, pues a los centros médicos a donde fue a pedir trabajo “me dijeron que no le daban limosna a los venezolanos”.
La Iglesia y una catequesis de esperanza
La Iglesia Católica, que presta ayuda organizada a los migrantes venezolanos, estima que son alrededor de 60 mil los que cruzan la frontera cada día. De ellos, al menos unos 3 mil no retornan a Venezuela.
El Obispo de Cúcuta, Mons. Víctor Manuel Ochoa Cadavid, explica que solo en la Casa de Paso “Divina Providencia” se han repartido entre junio y septiembre de 2017 más de 160 mil almuerzos.
En otros 9 “Comedores de la Caridad” –como los ha denominado la Diócesis de Cúcuta–, se han entregado más de 53 mil raciones.
A través del Centro de Migraciones Diocesano se ha brindado también alojamiento y alimento a 903 personas, venezolanas y colombianas, que han sido desplazadas, deportadas, retiradas y migrantes.
La frontera de San Antonio del Táchira, en Venezuela, y Cúcuta, en Colombia, “como ninguna otra frontera en América Latina es una frontera viva”, asegura el Obispo. “Creo que no hay, a excepción de Uruguay-Argentina, otra frontera tan viva”.
Histórica y culturalmente “es un pueblo de hermanos”, dice. “Padres, hermanos, hijos, familiares viven de uno y otro lado de la frontera”.
En Cúcuta, dice el Obispo colombiano, “hemos tratado de vivir la caridad en primera persona”, con “gestos muy concretos: medicina y alimento a los venezolanos necesitados”.
El cambio en Venezuela, lamenta, ha sido “radical”. El país vecino “pasó de unas condiciones de vida muy dignas en alimentos y en salud, a una situación de gran necesidad”.
Esto explica que entre los venezolanos migrantes “hay un profundo sentimiento de desesperanza, de abandono y de tristeza”.
“La Iglesia ha tratado de acompañar con la palabra, catequesis, ayuda, dar esperanza y hacer que renazca la alegría”, asegura.
El barrio de La Ermita, en las afueras de Cúcuta, es otra de las zonas donde se ha establecido un número importante de venezolanos, por el bajo costo de las viviendas.
En ese sector se ubica la parroquia Jesús Cautivo, a cargo del P. Omar Leonardo Arias, que también ha implementado un Comedor de la Caridad para atender la crisis migratoria.
“Todos los días es impresionante la cantidad de personas que pasan la frontera”, señala el presbítero. “Muchos de ellos se quedan viviendo en estos sectores marginados, de invasión, porque es donde les sale más económico alquilar un rancho”.
“Allí viven y salen a trabajar durante el día, informalmente, semáforos, vendiendo cositas casa a casa”.
Además del comedor, la parroquia ayuda en el pago de arriendo de dos casas, en las que viven en total 22 personas.
“El Papa lo ha pedido”
Las calles del centro de la ciudad también evidencian la tragedia humana. Por las noches, los principales parques de Cúcuta son tomados como lugar para dormir o para negocios ilegales.
La parroquia San Antonio de Padua, en el centro de Cúcuta, se encuentra en medio de una zona difícil, afectada por el tráfico de drogas, la delincuencia y la prostitución. Este comedor también brinda una cena a los migrantes.
El P. César Augusto Prato, párroco de la parroquia de San Antonio de Padua, explica que esta zona siempre ha estado “en una situación muy crítica”.
“Hemos ido respondiendo con la evangelización y se ha ido calmando un poco la situación”, asegura.
El P. Prato lamenta que, a pesar de un compromiso inicial de los gobiernos municipal y departamental, “nos han dejado solos, pero nosotros como Iglesia no podemos dejar solos en esta situación. Tenemos que responder, porque también el Papa lo ha pedido”.
El sacerdote explica que el mensaje que le dan cada noche a los que asisten al comedor de la parroquia es “que valoren un poco más la vida”, para que aprecien y valoren “lo que son como personas, como hijos de Dios, y empiecen a reintegrarse también a su país”.
Antes de la cena, el sacerdote dirige unos minutos de alabanza y oración a Dios dentro de la Iglesia. Les alienta a mantener firme la fe.
Luego, en sorprendente orden, los asistentes pasan a los ambientes parroquiales para la cena. Hay un donativo voluntario de 200 pesos (el equivalente a seis centavos de dólar) que algunos dejan a su paso.
Carolina vende caramelos en las calles. Ha dejado a sus cinco hijos y al resto de su familia en Venezuela, con la esperanza de conseguir mejores ingresos.
“Me vine por la situación económica, la escasez de comida en Venezuela” dice, y se confiesa muy agradecida con los colombianos, “porque se han solidarizado al máximo”.
La situación en Venezuela “sigue mal, no hay comida. Yo hablo con mi familia, compran lo que pueden”. En muchos casos resulta más fácil que les lleven la comida desde Colombia, aunque “sale más caro”.
Pero lo poco que gana con la venta de caramelos sirve para que su familia sobreviva, especialmente por el cambio de moneda.
“Yo transfiero 160 mil pesos colombianos (54 dólares) y allá da un millón de bolívares. Con eso se sostiene un mes, mes y algo una familia. El sueldo de allá son 350 mil bolívares”, explica.
Pero no siempre puede guardar un poco para enviarle a sus seres queridos. “A veces a mí no me queda. Yo tengo quince días, tres semanas, que no le mando nada a mis hijos”.
La ayuda de la comida que da la Iglesia es de gran valor para los migrantes, asegura, pues “por lo menos si hicieron 10 mil pesos (3 dólares) pagan el arriendo y comen aquí y ya. Por lo menos techo y comida”.
A pesar de todas las dificultades, Carolina no pierde la fe en Dios, y le pide “que tome el control de Venezuela, que sea Él quien tenga misericordia de nosotros, los venezolanos”.
El Obispo de Cúcuta califica la labor solidaria que realizan en su Diócesis como “una gota de agua en los labios de un moribundo, es un dar con generosidad y cariño”.
“A mí me rompe el alma ver la cantidad de niños que vienen a nuestros comedores, la cantidad de madres gestantes que vienen a nuestros comedores”, dice el Prelado, y añade que la Diócesis abrió “un espacio de ayuda concreta con alimentos y cuidado a las madres gestantes”.
Además, cuentan con la bendición del Papa Francisco. “Yo lo he encontrado personalmente y nos ayuda él con su oración y con su bendición para que esta casa siga y estos lugares sigan también”, asegura.