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Petare, el monstruo come nostalgia

La ciudad cumple 451 años y es difícil hablar de celebración. Hacemos un pequeño homenaje en tres miradas a parroquias emblemáticas de la ciudad: Iván Zambrano, periodista, comediante y narrador, se pasea ayer y hoy por la suya, esa criatura gigante con el lomo lleno de ranchos

El Guaire le moja la garganta. Sus fauces están siempre abiertas al final de la avenida Francisco de Miranda, en la entrada de Palo Verde, en la punta de José Félix Ribas. Sus hijas son La Bombilla, Camacaro, Cecilio Acosta, Florencia, Gallera, Carpintero, Nazareno y La Urbina. Aunque son muchas más.

Decir que vivías en Petare era una condena en los noventa, cuando todavía había clases sociales en Venezuela. A los taxistas les tenías que pedir que te dejaran “un pelo más abajo de La California” para que aceptaran hacerte la carrera. Y de hecho, era así. Yo vivía en la línea fronteriza, en el último edificio de Buena Vista, desde el que se veía Petare (vaya paradoja).

Pero en realidad esta parroquia es una fea con gracia. La Zona Colonial abre un portal en el tiempo. Cada vez que camino sobre sus calles de piedra recuerdo que tenemos varias vidas en una sola. La niñez, la adultez, la vejez. Cada etapa es una muerte y un renacer en el mismo cuerpo. Yo extraño a mi tercera reencarnación, la que tuve desde los 5 hasta los 8 años de edad. En ese entonces era un niño bien atrevido, que soñaba con ser astronauta y casarse con Érika de la Vega, que sonreía siempre (a pesar de que me le faltaba un diente) y que creía en la inmortalidad de los padres.

Hace poco lo vi, después de mucho tiempo, cuando volví al barrio. Me encontré conmigo mismo. Mi yo de hace 20 años estaba allí, sentado en una de las escaleras que comunican con uno de los ranchos del Mirador el Este, el más grande y colorido de la zona, la casa de la vieja Rosa, mi abuela.

Extrañarse a uno mismo es la forma más rara en la que se puede sentir nostalgia. Allí, en el barrio al que le debo mi primer apellido, me di cuenta de todo lo que he cambiado, a todo lo que he renunciado para avanzar. Mi “niño interno” me reclamó varias cosas: acabé con su dulzura, no cumplí con su plan de ser astronauta y le racioné la sonrisa. Traté de recordar la más reciente, y me fui muy muy atrás en el tiempo.

Viajé hasta el momento cuando sobre esas mismas escalinatas el sol del mediodía marcaba territorio mientras yo bajaba apurado hasta la puerta de la casa con el uniforme del colegio manchado de malta. Allí me esperaba Peluche, el escolta de mi abuela, el chow chow al que se disfrazábamos de león para que jugara con nosotros en el patio, ese campo minado de juguetes y ropa tendida en el que hoy solo veo un depósito de nostalgia.

En esos 50 metros cuadrados de ocio se armaba el concierto desafinado de los pericos, la lora, los gatos malandros y las gallinas de la vecina, una viejita simpática a la que todas las tardes íbamos a comprarle chupetas de fresa para remojarlas en un vaso con agua mientras veíamos el maratón de comiquitas de la tarde.

Por lo general la vieja Rosa nos recibía con el piso recién coleteado. Teníamos que quitarnos los zapatos y subirnos al mueble a esperar que se secara. Después de almorzar y reposar, venía la hora de hacer la tarea. Quitábamos el mantel para que el patrón del bordado no se marcara en las hojas sobre las que coloreaba. El comedor se convirtió en un laboratorio creativo sobre el que aprendí a dibujar, a escribir, a dividir, a firmar y a hacerme adulto. Todo fue una trampa.

Crecer es una farsa. Soy un niño grande con un título universitario. La mitad del tiempo pienso en cómo retrocederlo. Quiero volver a las tardes de 1998, cuando sobre la platabanda empezábamos a surcar el atardecer con un papagayo. El cielo nos pintaba la cara de naranja. Todos los chamos del barrio sacaban sus cometas a la misma hora y hacían su coreografía bajo las nubes: soltar y halar el pabilo. Una vez alcanzado el vuelo, comenzaba la batalla aérea. Muchos chamos le ponían una hojilla al papagayo para poder tumbar a otros. Mi ingenuidad me hacía pensar que si la cometa volaba muy alto rasgaría las nubes con la hojilla y caería un palo de agua.

Partí como tres monturas de lentes en algunos de los juegos que nos inventábamos después del almuerzo. La tarde se nos escurría cazando tuqueques y comiendo mango verde con sal. José Antonio, mi primo, tenía la puntería afinada y con una piedra bajaba hasta tres mangos. El botín lo compartíamos mientras jugábamos Mario Bros. En el patio las cajas de cartón se convertían en castillos, los pipotes de ropa sucia en escondites y los muebles en trincheras de nuestra imaginación. Salíamos barato.

El sonido de la lluvia sobre el techo de zinc se oía mejor cuando estábamos acostados en el chinchorro. Los truenos nos daban ese sustico sabroso que nos ponía eufóricos y nos hacía pegar griticos pajúos. “Dios está peleando con la Sayona”, decíamos cuando lloviznaba con una pepa de sol.

Seis de la tarde. Ya casi se acababa la diversión. La luna pasaba a buscar al sol para llevárselo al ocaso. El olor a pan andino y guayoyo nos hacía recogernos para adentro del rancho. Ya la noche nos tocaba la puerta. A mi abuela no le gustaba darme mucho café porque eso era para gente grande, aunque yo era un viejo prematuro. Frente al televisor me tomaba un marrón claro viendo cualquier programa que estuviese pasando RCTV o Venevisión a esa hora. “Atrévete a Soñar” y “Sábado Sensacional” eran los clásicos.

Antes de cenar, íbamos al abasto a hacerle el mandado a la vieja y nos dejaba quedarnos con el vuelto. El vallenato de los vecinos nos acompañaba mientras paseábamos por el barrio de regreso a la casa. La gente nos saludaba y a mí me preguntaban por mi papá, que nunca se interesó por la política pero tenía la popularidad de un concejal. Él nos iba a buscar a las 8 de la noche. Una arepa frita y un jugo de guayaba solía ser la cena que venía con el postre: la bendición de la vieja Rosa y una despedida hasta la mañana siguiente.

Hoy volví a contar 86 escalones, los he bajado y subido desde que calzaba 36 (ahora calzo 42). En esas escaleras me encontré de nuevo conmigo mismo, y también, aproveché y me despedí de lo que fui. La vida es una sucesión de pérdidas y hay que saber superarlas. La vida consiste en eso que aprendí volando papagayo sobre la platabanda desde la que veía el vientre de Petare: hay que saber cuándo halar y cuándo soltar el pabilo.