Así se coronó Alejo Durán como el primer rey vallenato de la historia
Su estilo en el acordeón, su manera de interpretar y su fama se había extendido por la Costa Caribe Colombiana, Gilberto Alejandro Durán Díaz –Alejo, para el resto del mundo– ya era un ídolo popular desde el Valle (de Upar) hasta la Sabana (de Córdoba), cuando lo invitaron a participar en el primer Festival de la Leyenda Vallenata, en 1968.
Jorge Naín experto en folclor vallenato, narra a Alejo Durán:
Vivía en Planeta Rica (Córdoba), a donde había llegado para quedarse, después de varias mudanzas y una vida itinerante. Tenía que presentarse en Valledupar, el 27 de abril.
«El Negro Grande», cuyas canciones «Fidelina», «039» , «La perra», «La cachucha bacana» y «Joselina Daza» ya estaban en la memoria musical de Colombia, tenía 49 años. En la capital del recién nacido departamento del Cesar, a Durán lo esperaban ocho competidores, entre ellos, Luis Enrique Martínez.
«Luis Enrique era «El padre del vallenato», todos los músicos se regían por lo que él hacía. Alejo a Luis Enrique le tenía miedo”, recuerda Ovido Granados, el único de los contendores que sigue con vida.
Al llegar a Bosconia, el juglar paró a tomarse una sopa. Y la mujer que lo atendió, sin reconocerlo, encantada con su acordeón, le preguntó a dónde iba.
–Bueno, voy para el Valle, a ver si me gano el Festival.
Ella lo miró con lástima (así se lo contó Durán al escritor David Sánchez Juliao en una entrevista).
–Yo le aconsejo que se devuelva, pues usted no ganará ni en sueños. ¡Imagínese que va a participar Alejo Durán!
“Yo levanté la vista del plato de sopa y lo único que dije fue esto –relataba Alejo–: «Vea, señora, con decirle que a ese Durán, es al que más fácil le voy a ganar».
En Valledupar, el músico nacido en El Paso, hace cien años (cuando el pueblo hacía parte del Magdalena Grande y desde 1967, al Cesar), encontró en la Plaza Alfonso López una tarima de madera improvisada. No habían construido la que después se llamó Francisco el Hombre.
Además, había otro favorito: Emiliano Zuleta Baquero, «El viejo Mile», autor de «La gota fría».
Estaban también Abel Antonio Villa, Alberto Pacheco –que sería su inmediato sucesor–, Toño Salas, Alcides Moreno, Ovidio Granados y la osada Fabriciana «Fabri» Meriño, una joven de 16 años que se abrió paso en una contienda que 52 años después, sigue siendo de hombres.
“Alejo y yo quedamos empatados en el merengue –recuerda Ovidio Granados–, que en ese entonces rondaba por los 25 años y tenía todo por demostrar-. Como era el primer festival no había reglamento”.
Quedaban solo tres para la final: Durán, Granados y Luis Enrique. Antes se llevaron a Alejo para la casa de «La Cacica», Consuelo Araujonoguera –alma y gestora del encuentro–. Granados relata que allí, Alejo aflojó las cuerdas de su acordeón. Y que, ya de regreso, ante el público hizo una fuerza que las soltó del todo. Con su amabilidad característica, Alejo dijo: “Perdonen, muchachos, que se me soltó la correa. Pero así los voy a complacer”. Y el público sacó pañuelos blancos. “De ahí agarró fuerza”, dice el acordeonero que a la postre quedó de segundo.
“Cuando dieron el fallo –evoca Granados–, Alejo me buscó en la tarima y me dijo: «Si no te hago así, si no.. no te gano». Fue cuando nos hicimos amigos».
El compositor de «Sin medir distancias», Gustavo Gutiérrez Cabello era jurado en esa noche del 29 de abril del 68. “A todos nos conmovió cuando tocó el «Pedazo de acordeón». Fue inolvidable”, dice.
Alejo escogió esa competencia para presentar en sociedad esa puya, que se convertiría en la más interpretada en festivales. Se volvería un ícono de ese aire vallenato, un parámetro de competencia.
“La puya no era obligatoria –subraya Granados–, pero Alejo no lo sabía y tocó los cuatro aires”.
De Zuleta no hubo mucho rastro. “ Se le llamó a la tarima tres veces y él estaba emparrandado –recuerda Gutiérrez Cabello–. Como era el primer festival no lo tomaban en serio y al tercer llamado lo descalificaron.
El otro favorito, Luis Erique, se presentó pasado de tragos”.
Hasta en eso Alejo les dio una lección. Se sabía que desde un incidente de juventud, «El Negro» que desde ese día llamarían «El rey negro del acordeón» había jurado no tomarse jamás un trago.
También fue mágica su interpretación de Alicia Adorada. Compuesta décadas atrás, los expertos coinciden en que ahí la puso de moda. Reconocido ampliamente como compositor, explicó que no era una canción suya, sino de Juancho Polo «Valencia» y la interpretó.
“Todos aplaudimos. Ganó limpiamente –enfatiza Gutiérrez Cabello–. El fallo fue tan honesto que aunque Rafael Escalona simpatizaba con Emiliano y Tobías Enrique Pumarejo, con Luis Enrique, los tres estabamos de acuerdo en que Alejo ganaba. Su triunfo fue lo mejor que le pudo pasar al Festival, que el primer rey fuera el «Negro Grande de Colombia» nos abrió un camino grandioso”.
Le dieron 5.000 pesos de premio y el derecho a representar al país en la delegación cultural que iba, junto con los deportistas, a los juegos Olímpicos de México. “Él dijo: ‘Yo voy, pero escojo a mis acompañantes’. Así que tuve que ir yo –cuenta Pablo López, el cajero que fue con él–. Y de México nos trajimos la única medalla de Colombia en las Olimpiadas”.
López recuerda que fueron derrotando a los otros, que en la final en el Teatro Hidalgo de la capital mexicana –con Cantinflas entre los testigos–, vencieron a Alemania Occidental a punta de las notas de ‘039’, la canción que Alejo le compuso a una muchacha con la que conversó en un trayecto de río y que se fue para siempre en un carro con esas placas.
“Esa había sonado por allá, entonces el público la conocía –evoca el cajero–. Y como yo sabía que «La pollera colorada» también, le dije a Alejo que la tocara. Y ganamos”.
López sería un acompañante frecuente del acordeón de Durán. Por eso fue testigo de un curioso reclamo de Juancho Polo:
-¡Oye! ¿Por qué me gabaste mi disco? –se quejaba el autor de ‘Alicia adorada’.
-Porque tú lo hiciste para que yo lo grabara-, zanjo el rey
Y es que sin la inspiración de Polo y sin el lamento que le puso Alejo, ‘Alicia adorada’ habría sido una canción olvidada.
El primer rey vallenato de la historia fue parte de una generación de músicos que hizo el tránsito de la crónica silvestre cantada de pueblo en pueblo, a las primeras grabaciones discográficas.
En los años 50 era de los que grababan acetato por acetato, con un solo micrófono y de a uno por vez. Era de los que salía a los pueblos con su acordeón y 20 copias de una canción para venderla entre la gente.
Le compuso cientos de canciones al amor. Afirmaba que necesitaba estar enamorado para componer y que ninguna dama a la que le hubiera hecho un verso había podido negársele. Era magnético, supersticioso y fumador. Pero era elegante. “Parecía que hubiera estudiado”, describe López.
Con los años, Durán fue protagonista del florecimiento de la discografía local. Grabó con sellos famosos (Victoria, Fuentes, entre otros) y vio florecer el vallenato romántico de los 70, cuando El Binomio de Oro irrumpía con un vallenato que a su parecer era demasiado dulzón. También notó que empezaban las composiciones por encargo a las que no quiso prestarse. Sus estilo lo marcó el sentimiento, no la rapidez en la digitación. Lo tuvo claro desde el principio, cuando en sus 20 se abrazó al acordeón que a la postre lo alejó de las labores de vaquería en su tierra Natal.
En 1987, para el festival vallenato número 20, Alejo, ya de 68 años, fue llamado a concursar de nuevo. Se celebraban las primeras dos décadas con un nuevo concurso: El rey de reyes, solo para acordeoneros coronados. Alejo volvía a ser favorito. Incluso alcanzó a decir que no participaría, pero lo convencieron de hacerlo. Querían ver su magia.
En cambio, cuando Alejo comenzó las notas del Pedazo de acordeón, cometió un error, “peló un pito”, algo que otros acordeoneros habrían disimulado. Pero ganar mal no estaba en su genética. Así que se detuvo y pronunció su famosa frase: “Pueblo, me he acabado de descalificar yo mismo”, y acto seguido dejó la tarima.
Opinan que fue una muestra más de su grandeza. Gustavo Gutiérrez Cabello estaba, de nuevo, entre el jurado. “En un atrevimiento mío –dice–, convencí a los demás jurados de que por la gran estatura de Alejandro, le permitiéramos seguir concursando, pero, prácticamente estaba eliminado”.
Lo invitaron a subir de nuevo a interpretar el Pedazo de acordeón para deleite de la gente. Pero el trofeo, con la rimbombante corona roja y dorada de rey de reyes, fue para Nicolás ‘Colacho’ Mendoza, en medio de una protesta popular más sentimental que lógica. Alejo, el primer rey vallenato de la historia, se encargó personalmente de ceñirsela a Mendoza.
“Ahí vimos que se nos fue fue la mano –reflexiona Gutiérrez Cabello–. El rey de reyes no se debía hacer cada 20 años, sino cada 10, porque había una diferencia abismal entre los reyes mayores como Alejo y Luis Enrique con los muchachos jóvenes de años recientes”.
“Perdí una tarima, pero no el amor del pueblo”, diría Alejo después. Y no pasaron dos meses sin que en su tierra adoptiva, Planeta Rica, le hicieran una corona y se la pusieran en ceremonia como «El rey de reyes del pueblo».
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Para el segundo semestre de 1989, los médicos le habían prohibido tocar. Estaba mal del corazón, explicó cuando el público le rogó que lo hiciera en un festival de Chinú (Córdoba), al que asistió como jurado. Era primero de noviembre, Alejo interpretó el ‘Pedazo de acordeón’ y el efecto en su salud se manifestó de inmediato.
Fue su última aparición pública. Alejo Durán, el que firmaba sus canciones con expresiones con el inconfundible “Apa, oa, sabroso”, murió en la habitación 204, de la clínica Unión de Montería, a las 8.55 a.m. del 15 de noviembre de 1989.
Su despedida fue de las multitudinarias. Sus restos fueron en un carro de bomberos hasta Planeta Rica, donde el público prefirió llevarlo en hombros. Tal como lo pedía en su canción, detrás del féretro iban su pedazo de acordeón -y la corona de rey de reyes del pueblo.